1. Subiendo hoy a los cielos la Virgen gloriosa,
colmó sin duda los gozos de los ciudadanos celestiales con copiosos aumentos,
pues ella fue la que, a la voz de su salutación, hizo saltar de gozo a aquel
que aún vivía encerrado en las maternas entrañas. Ahora bien, si el alma de un
-párvulo aún no nacido se derritió en castos afectos luego que habló María,
¿cuál pensamos sería el gozo de los ejércitos celestiales cuando merecieron oír
su voz, ver su rostro y gozar de su dichosa presencia? Mas nosotros, carísimos,
¿qué ocasión tenemos de solemnidad en su asunción, qué causa de alegría, qué
materia de gozo?
Con la presencia de María se ilustraba todo el
orbe, de tal suerte que aun la misma patria celestial brilla más lucidamente
iluminada con el resplandor de esta lámpara virginal. Por eso con razón resuena
en las alturas la acción de gracias y la voz de alabanza, pero para nosotros
más parece debido el llanto que el aplauso. Porque ¿no es, por ventura,
natural, al parecer, que cuanto de su presencia se alegra el cielo otro tanto
llore su ausencia este nuestro inferior mundo? Sin embargo, cesen nuestras quejas,
porque tampoco nosotros tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos
aquella a la cual María purísima llega hoy. Y si estamos señalados por
ciudadanos suyos, razón será que, aun en el destierro, aun sobre la ribera de
los ríos de Babilonia, nos acordemos de ella, tomemos parte en sus gozos y
participemos de su alegría., especialmente de aquella alegría que con ímpetu
tan copioso baña hoy la ciudad de Dios, para que también percibamos nosotros
las gotas que destilan sobre la tierra. Nos precedió nuestra reina, nos
precedió, y tan gloriosamente fue recibida, que confiadamente siguen a su
Señora los siervecillos clamando: Atráenos en pos de ti y correremos todos al
olor de tus aromas. Subió de la tierra al cielo nuestra Abogada, para que, como
Madre del Juez y Madre de misericordia, trate los negocios de nuestra salud
devota y eficazmente.
2. Un precioso regalo envió al cielo nuestra tierra
hoy, para que, dando y recibiendo, se asocie, en trato feliz de amistades, lo
humano a lo divino, lo terreno a lo celestial, lo ínfimo a lo sumo. Porque allá
ascendió el fruto sublime de la tierra, de donde descienden las preciosísimas
dádivas y los dones perfectos. Subiendo, pues, a lo alto, la Virgen
bienaventurada otorgará copiosos dones a los hombres. ¿Y cómo no dará? Ni le
falta poder ni voluntad. Reina de los cielos es, misericordiosa es; finalmente,
Madre es del Unigénito Hijo de Dios. Nada hay que pueda darnos más excelsa idea
de la grandeza de su poder o de su piedad, a no ser que alguien pudiera llegar
a creer que el Hijo de Dios se niega a honrar a su Madre o pudiera dudar de que
están como impregnadas de la más exquisita caridad las entrañas de María, en
las cuales la misma caridad que procede de Dios descansó corporalmente nueve
meses.
3. Y estas cosas, ciertamente, las he dicho por
nosotros, hermanos, sabiendo que es dificultoso que en pobreza tanta se pueda
hallar aquella caridad perfecta que no busca la propia conveniencia. Mas con
todo eso, sin hablar ahora de los beneficios que conseguimos por su
glorificación, si de veras la amamos nos alegraremos inmensamente al ver que va
a juntarse con su Hijo. Sí, nos alegraremos y le daremos el parabién, a no ser
que, como esté lejos de nosotros, quisiéramos mostrarnos ingratos con aquella
que nos dio al autor de la gracia. Hoy es recibida la Virgen en la celestial
Jerusalén por Aquel a quien ella recibió al venir a este mundo; pero ¿quién
será capaz de expresar con palabras con cuánto honor fue recibida, con cuánto
gozo, con cuánta alegría? Ni en la tierra hubo jamás lugar tan digno de honor
como el templo de su seno virginal, en el que recibió María al Hijo de Dios, ni
en el cielo hay otro solio regio tan excelso como aquel al que sublimó hoy para
María el Hijo de María. Feliz uno y otro recibimientos, inefables ambos, porque
ambos a dos trascienden toda humana inteligencia. ¿Mas a qué fin se recita hoy
en las iglesias de Cristo aquel pasaje del Evangelio en que se significa cómo
la mujer bendita entre todas las mujeres recibió al Salvador? Creo que a fin de
que este recibimiento que hoy celebramos se pueda conocer de algún modo por
aquél, o, más bien, a fin de que, según la inestimable gloria de aquél, se
conozca también que esta gloria es inestimable. Porque ¿quién, aunque pueda
hablar con las lenguas de los hombres y de los ángeles será capaz de explicar
de qué modo, sobreviniendo el Espíritu Santo y haciendo sombra la virtud del
Altísimo, se hizo carne el Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las
cosas ¿Cómo el Señor de, la majestad, que no cabe en el universo de las
criaturas, se, encerró a sí mismo, hecho hombre, dentro de las entrañas
virginales?
4. Pero ¿y quién será suficiente para pensar
siquiera cuán gloriosa iría hoy la reina del mundo y con cuánto afecto de
devoción saldría toda la multitud de los ejércitos celestiales a su encuentro?
¿Con qué cánticos sería acompañada hasta el trono de la gloria, con qué
semblante tan plácido, con qué rostro tan sereno, con qué alegres abrazos sería
recibida del Hijo y ensalzada sobre toda criatura con aquel honor que Madre tan
grande merecía, con aquella gloria que era digna de tan gran Hijo? Felices
enteramente los besos que imprimía en sus labios cuando mamaba y cuando le
acariciaba la madre en su regazo virginal. Mas, ¿por ventura, los juzgaremos
más felices los que de la boca del que está sentado a la diestra del Padre
recibió hoy en la salutación dichosa, cuando subía al trono de la gloria
cantando el cántico de la Esposa y diciendo: Béseme con el beso de su boca?
Porque cuanto mayor gracia alcanzó en la tierra sobre todos los demás, otro
tanto más obtiene también en los cielos de gloria singular. Y si el ojo no vio
ni el oído oyó, ni cupo en el corazón del hombre lo que tiene Dios preparado a
los que le aman; lo que preparó a la que le engendró y (lo que es cierto para
todos) a la que amó más que a todos, ¿quién lo hablará? Dichosa, por tanto,
María, y de muchos modos dichosa, o recibiendo al Salvador o siendo ella
recibida del Salvador. En lo uno y en lo otro es admirable la dignidad de la
Virgen Madre; en lo uno y en lo otro es amable la dignación de la Majestad.
Entró, dice, Jesús en un castillo y una mujer le recibió en su casa. Pero más
bien nos debemos ocupar en las alabanzas, pues se debe emplear este día en
elogios festivos. Y pues nos ofrecen copiosa materia las palabras de esta
lección del Evangelio, mañana también, concurriendo, nosotros juntamente, será
comunicado sin envidia lo que se nos dé de arriba, para que en la memoria de
tan grande Virgen no sólo se excite la devoción, sino que también sean
edificadas nuestras costumbres para aprovechamiento de la conducta de nuestra
vida, en alabanza y gloria de su Hijo, Señor nuestro, que es sobre todas las
cosas Dios bendito por los siglos. Amén.