(RV).- Este Viernes Santo, Francisco presidió la celebración de la Pasión del Señor en la Basílica de San Pedro. El capuchino Raniero Cantalamessa -predicador de la casa pontificia- tuvo a su cargo la meditación, titulada "Justificados gratuitamente por medio de la fe en la sangre de Cristo". En ella nos recordó que en ·Cristo muerto y resucitado, el mundo ha llegado a su destino final. El progreso de la humanidad -agregó- avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve desarrollarse ante sí nuevos e inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos".
El padre Cantalamessa aseguró que "aún así, puede decirse que ya ha llegado el final de los tiempos, porque en Cristo, subido a la diestra del Padre, la humanidad ha llegado a su meta final. Ya han comenzado los cielos nuevos y la tierra nueva. A pesar de todas las miserias, las injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra -destacó-, en él se ha abierto ya el orden definitivo del mundo".
Lo que vemos con nuestros ojos puede sugerirnos otra cosa, pero el mal y la muerte son realmente derrotados para siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad -afirmó el capuchino- es que Jesús es el Señor del mundo. El mal ha sido realmente vencido por la redención que Él trae. El mundo nuevo ya ha comenzado (RC/CA-RV)
Predicación completa del padre Raniero Cantalamessa, OFM CapViernes Santo 2013, Basílica de San Pedro
“Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre... De esa manera, Dios ha querido mostrar su justicia: en el tiempo presente, siendo justo y justificando a los que creen en Jesús. (Rom 3, 23-26).
Hemos llegado al culmen del Año de la fe y a su momento resolutivo. ¡Esta es la fe que salva, "la fe que vence al mundo" (1 Jn 5,5)! La fe – apropiación por la cual hacemos nuestra, la salvación obrada por medio de Cristo, y nos revestimos con el manto de su justicia. Por una parte está la mano extendida de Dios que ofrece al hombre su gracia; por la otra, la mano del hombre que se extiende para acogerla mediante la fe. La "nueva y eterna alianza" está sellada con un apretón de mano entre Dios y el hombre.
Tenemos la posibilidad de tomar, en este día, la decisión más importante de la vida, aquella que nos abre las puertas de la eternidad: ¡creer! ¡Creer en que "Jesús murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación" (Rom 4, 25)! En una homilía pascual del siglo IV, un obispo pronunciaba estas palabras excepcionalmente modernas y existenciales: "Para cada hombre, el principio de la vida es aquel, a partir del cual Cristo ha sido inmolado por él. Pero Cristo es inmolado por el en el momento en el cual reconoce la gracia y se hace consciente de la vida que le ha sido procurada por aquella" (Homilía pascual del año 387, en SCh 36, p. 59 s.).
¡Qué extraordinario! Este Viernes Santo, celebrado en el Año de la fe y ante la presencia del nuevo sucesor de Pedro, podría ser, si lo queremos, el principio de una nueva vida. El obispo Hilario de Poitiers, convertido al cristianismo en edad adulta, repensando en su vida pasada, decía: "Antes de conocerte, yo no existía".
Aquello que se requiere es solamente que no nos escondamos como Adán después de la culpa, que reconozcamos tener necesidad de ser justificados; que no nos auto-justifiquemos. El publicano de la parábola subió al templo e hizo una breve oración: "Oh Dios, ten piedad de mí, pecador". Y Jesús dice que aquel hombre regresó a casa "justificado", es decir, hecho justo, perdonado, hecho criatura nueva; creo que cantando alegremente en su corazón (Lc 18,14). ¿Qué había hecho de extraordinario? Nada, se había puesto en la verdad ante Dios, y es lo único que Dios necesita para actuar.
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Como quien, en la escalada de una pared alpina, habiendo superado un paso peligroso, se detiene un momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que se ha abierto ante él, así hace también el apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la Carta a los Romanos, después de haber proclamado la justificación mediante la fe:
“Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado”.
(Rom 5, 1-15).
Son efectuadas hoy, desde los satélites artificiales, fotografías a rayos infrarrojos de enteras regiones de la tierra y del entero planeta. ¡Cómo aparece diferente el panorama visto desde lo alto, a la luz de aquellos rayos, en comparación con aquello que vemos con la luz natural y estando dentro! Recuerdo una de las primeras fotos satelitales difundidas en el mundo; reproducía la entera península del Sinaí. Muy diferentes eran los colores, más evidentes los relieves y las depresiones. Es un símbolo. También la vida humana, vista a los rayos infrarrojos de la fe, desde las alturas del Calvario, es diferente de lo que se ve “a simple vista”.
Todo – dijo el sabio del Antiguo Testamento – sucede igual, del justo hasta el impío... “Yo he visto algo más bajo el sol: en lugar del derecho, la maldad y en lugar de la justicia, la iniquidad”. (Ecl 3, 16, 9, 2). Y en efecto, en todos los tiempos se ha visto la iniquidad triunfante y a la inocencia humillada. Pero para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, he aquí, nota Bossuet, que a veces se ve lo contrario, es decir la inocencia sobre el trono y la iniquidad sobre el patíbulo. ¿Pero qué concluía Qoelet? Entonces me dije a mí mismo: Dios juzgará al justo y al malvado, porque allá hay un tiempo para cada cosa y para cada acción”. (Ecl 3, 17). Encontró el punto de vista que nuevamente pone el alma en paz.
Aquello que el Qoelet no podía saber y que nosotros más bien sí sabemos es que este juicio ya se ha dado: "Ahora dice Jesús – caminando hacia su pasión–, ha llegado el juicio de este mundo, ahora será echado fuera el príncipe de este mundo, y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí "(Jn 12, 31-32).
En Cristo muerto y resucitado, el mundo alcanzó su meta final. El progreso de la humanidad avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve abrir ante sí nuevos e inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos. Y también, se puede decir que ya ha llegado el final de los tiempos, porque en Cristo, subido a la derecha del Padre, la humanidad ha alcanzado a su meta final. Ya comenzaron los cielos nuevos y la tierra nueva.
A pesar de todas las miserias, las injusticias y las monstruosidades existentes sobre la tierra, en él ya se inauguró el orden definitivo del mundo. Lo que vemos con nuestros ojos puede sugerirnos lo contrario, pero el mal y la muerte realmente están vencidos para siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor del mundo. El mal ha sido radicalmente vencido por la redención por él obrada. El mundo nuevo ya ha comenzado.
Una cosa sobretodo aparece diversa, vista con los ojos de la fe: ¡la muerte! Cristo entró en la muerte como se entra en una prisión oscura; pero salió de ella por la pared opuesta. No ha regresado de donde había venido, como Lázaro que vuelve a la vida para morir de nuevo. Abrió una brecha hacia la vida que nadie podrá cerrar jamás, y por la cual todos pueden seguirlo. La muerte no es más un muro contra el que se estrella toda esperanza humana; se ha convertido en un puente hacia la eternidad. Un "puente de los suspiros", tal vez porque a nadie le gusta morir, pero un puente, ya no más un abismo que todo lo traga. "El amor es fuerte como la muerte", dice el Cantar de los Cantares (8,6). ¡En Cristo ha sido más fuerte que la muerte!
En su "Historia eclesiástica del pueblo inglés", Beda el Venerable narra cómo la fe cristiana hizo su ingreso en el norte de Inglaterra. Cuando los misioneros venidos de Roma llegaron a Northumberland, el rey del lugar convocó al consejo de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no, difundir el nuevo mensaje. Algunos de los presentes se mostraron a favor, otros en contra. Era invierno y afuera había nieve y ventisca, pero la habitación estaba iluminada y cálida. En cierto momento, un pájaro salió de un agujero de la pared, sobrevoló asustado un rato por la sala, y luego desapareció por un agujero en la pared opuesta.
Entonces se levantó uno de los presentes y dijo: “Oh rey, nuestra vida en este mundo es como ese pájaro. No sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo gozamos de la luz y del calor de este mundo, y luego desaparecemos de nuevo en la oscuridad, sin saber a dónde vamos. Si estos hombres son capaces de revelarnos algo del misterio de nuestras vidas, debemos escucharlos”.
La fe cristiana podría retornar a nuestro continente y en el mundo secularizado por la misma razón por la que hizo su entrada: como la única que tiene una respuesta segura que dar a los grandes interrogantes de la vida y de la muerte.
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La cruz separa a los creyentes de los no creyentes, porque para unos es un escándalo y una locura, y para otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1, 23-24); pero en un sentido más profundo, ésta une a todos las hombres, creyentes y no creyentes. “Jesús tenía que morir [...] no solo por una nación, sino que también para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 51 s.). Los nuevos cielos y la tierra nueva pertenecen de derecho a todos y son para todos: porque Cristo murió por todos.
La urgencia que nace de todo aquello es evangelizar: "El amor de Cristo nos impulsa, al pensar que uno murió por todos" (2 Cor 5,14). ¡Nos impulsa a la evangelización! Anunciamos al mundo la buena nueva de que "ya no hay condenación para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, me libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8, 1-2).
Hay una narración del judío Franz Kafka que es un fuerte símbolo religioso y adquiere un significado nuevo, casi profético, escuchado el Viernes Santo. Se titula "Un mensaje imperial". Habla de un rey que, en su lecho de muerte, llama junto a sí a un súbdito y le susurra un mensaje al oído. Es tan importante aquel mensaje que se lo hace repetir, a su vez, al oído. Luego despide con un gesto al mensajero que se pone en camino. Pero oigamos directamente del autor lo que sigue de la historia, marcada por el tono onírico y casi de pesadilla típico de este escritor:
"Extendiendo primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud como ninguno. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio interno, de las cuales no saldrá nunca. Y aunque lo lograra, no significaría nada: todavía tendría que esforzarse para descender las escaleras. Y si esto lo consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los patios; y después de los patios el segundo palacio circundante. Y cuando finalmente atravesara la última puerta --aunque esto nunca, nunca podría suceder--, todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se amontonan montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse paso a través de ella, y menos aún con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, te sientas junto a tu ventana y te imaginas tal mensaje, cuando cae la noche".
Desde su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: "Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Todavía hay muchos hombres que están de pie junto a la ventana y sueñan, sin saberlo, con un mensaje como el suyo. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado traspasó el costado de Cristo en la cruz "para que se cumpliese la Escritura que dice: «Mirarán al que traspasaron»" (Jn. 19, 37). En el Apocalipsis añade: "He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, aún aquellos que le traspasaron; y por él todos los linajes de la tierra harán lamentación" (Ap 1,7).
Esta profecía no anuncia la venida final de Cristo, cuando ya no será el momento de la conversión, sino del juicio. En su lugar describe la realidad de la evangelización de los pueblos. En ella se verifica una misteriosa, pero real venida del Señor que les trae la salvación. Lo suyo no será un grito de desesperación, sino de arrepentimiento y de consuelo. Es este el significado de la escritura profética que Juan ve realizada en el costado traspasado de Cristo, es decir de Zacarías 12, 10: "Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén, un espíritu de gracia y de súplica; y mirarán hacia mí, al que ellos traspasaron".
La evangelización tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de Cristo, de aquel costado abierto, de aquella sangre y de aquella agua. El amor de Cristo, como aquel trinitario, del que es la manifestación histórica, es "diffusivum sui", tiende a expandirse y alcanzar a todas las criaturas "especialmente a las más necesitadas de su misericordia". La evangelización cristiana no es conquista, no es propaganda; es el don de Dios para el mundo en su Hijo Jesús. Es dar a la Cabeza la alegría de sentir fluir la vida desde su corazón hacia su cuerpo, hasta vivificar sus miembros más alejados.
Tenemos que hacer todo lo posible para que la Iglesia no se convierta nunca en aquel castillo complicado y atestado descrito por Kafka, y para que el mensaje pueda salir de ella libre y feliz como cuando inició su recorrido. Sabemos cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, empezando por aquellos que separan a las varias iglesias cristianas entre ellas, el exceso de burocracia, las partes de ceremoniales, leyes y controversias pasadas, convertidas en escombros.
En el Apocalipsis, Jesús dice que Él está a la puerta y llama (Ap 3,20). A veces, como señaló nuestro Papa Francisco, no llama para entrar, sino que llama desde dentro para salir. Salir hacia las "periferias existenciales del pecado, del sufrimiento, de la injusticia, de la ignorancia y de la indiferencia religiosa, y de cada forma de miseria".
Sucede como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, y para adaptarse a las exigencias del momento, se les ha llenado de tabiques, escalinatas, de cuartos y cuartitos. Llega un momento en que nos damos cuenta de que todas estas adaptaciones ya no responden a las exigencias actuales, es más, éstas son un obstáculo, y entonces se hace necesario tener el valor de derribarlas y reportar el edificio a la simplicidad y linealidad de sus orígenes. Esta fue la misión que recibió un día un hombre que estaba orando ante el crucifijo de San Damián: "Ve, Francisco, y repara mi Iglesia".
"¿Y quién es capaz de cumplir semejante tarea?", se preguntaba aterrorizado el Apóstol frente a la tarea sobrehumana de ser en el mundo "el perfume de Cristo", y he aquí su respuesta que vale también hoy: "no porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios. Él nos ha capacitado para que seamos los ministros de una Nueva Alianza, que no reside en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida”. (2 Cor 2, 16; 3, 5-6).
Que el Espíritu Santo, en este momento en cual se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, pleno de esperanza, despierte en los hombres que están en la ventana la espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de hacerlo llegar a ellos, también al precio de la vida.
viernes, marzo 29
2013-03-29 Radio Vaticana
VÍA CRUCIS en el COLISEO
PRESIDIDO POR EL SANTO PADRE
FRANCISCO
VIERNES SANTO
DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
MEDITACIONES
de un grupo de jóvenes libaneses bajo la dirección
de Su Beatitud Eminentísima el Señor Cardenal Béchara Boutros Raï
Introducción
«Se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?"» (Mc 10,17).Jesús respondió a esta pregunta, que arde en lo más íntimo de nuestro ser, recorriendo la vía de la cruz. Te contemplamos, Señor, en este camino que tú has emprendido antes que nadie y al final del cual «pusiste tu cruz como un puente hacia la muerte, de modo que los hombres puedan pasar del país de la muerte al de la Vida» (San Efrén el Sirio, Homilía). La llamada a seguirte se dirige a todos, en particular a los jóvenes y a cuantos sufren por las divisiones, las guerras o la injusticia y luchan por ser, en medio de sus hermanos, signos de esperanza y artífices de paz. Nos ponemos por tanto ante ti con amor, te presentamos nuestros sufrimientos, dirigimos nuestra mirada y nuestro corazón a tu santa Cruz y, apoyándonos en tu promesa, te rogamos: «Bendito sea nuestro Redentor, que nos ha dado la vida con su muerte. Oh Redentor, realiza en nosotros el misterio de tu redención, por tu pasión, muerte y resurrección» (Liturgia maronita).
PRIMERA ESTACIÓN
Jesús es condenado a muerte
Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?» Ellos gritaron de nuevo: «Crucifícalo». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Ante Pilato, que ostenta el poder, Jesús debía de haber obtenido justicia. Pilato tenía en efecto el poder de reconocer la inocencia de Jesús y de liberarlo. Pero el gobernador romano prefiere servir la lógica de sus intereses personales, y se somete a las presiones políticas y sociales. Condenó a un inocente para agradar a la gente, sin secundar la verdad. Entregó a Jesús al suplicio de la cruz, aun sabiendo que era inocente… antes de lavarse las manos. En nuestro mundo contemporáneo, muchos son los «Pilato» que tienen en las manos los resortes del poder y los usan al servicio de los más fuertes. Son muchos los que, débiles y viles ante estas corrientes de poder, ponen su autoridad al servicio de la injusticia y pisotean la dignidad del hombre y su derecho a la vida. Señor Jesús, no permitas que seamos contados entre los injustos. No permitas que los fuertes se complazcan en el mal, en la injusticia y en el despotismo. No permitas que la injusticia lleve a los inocentes a la desesperación y a la muerte. Confírmales en la esperanza e ilumina la conciencia de aquellos que tienen autoridad en este mundo, de modo que gobiernen con justicia. Amén.
SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas
Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Jesucristo se encuentra ante unos soldados que creen tener todo el poder sobre él, mientras que él es aquel por medio del cual «se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho» (Jn 1,3). En todas las épocas, el hombre ha creído poder sustituir a Dios y determinar por sí mismo el bien y el mal (cf. Gn 3,5), sin hacer referencia a su Creador y Salvador. Se ha creído omnipotente, capaz de excluir a Dios de su propia vida y de la de sus semejantes, en nombre de la razón, el poder o el dinero. También hoy el mundo se somete a realidades que buscan expulsar a Dios de la vida del mundo, como el laicismo ciego que sofoca los valores de la fe y de la moral en nombre de una presunta defensa del hombre; o el fundamentalismo violento que toma como pretexto la defensa de los valores religiosos (cf. Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 29). Señor Jesús, tú que has asumido la humillación y te has identificado con los débiles, te confiamos a todos los hombres y a todos los pueblos humillados y que sufren, en especial los del atormentado Oriente. Concédeles que obtengan de ti la fuerza para poder llevar contigo su cruz de esperanza. Nosotros ponemos en tus manos todos aquellos que están extraviados, para que, gracias a ti, encuentren la verdad y el amor. Amén.
TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez
Pero Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre Él, sus cicatrices nos curaron. Aquél que tiene las luminarias del cielo en la palma de su mano divina, y ante el cual tiemblan las potencias celestes, cae por tierra sin protegerse bajo el pesado yugo de la cruz. Aquél que ha traído la paz al mundo, herido por nuestros pecados, cae bajo el peso de nuestras culpas. «Mirad, oh fieles, nuestro Salvador que avanza por la vía del Calvario. Oprimido por amargos sufrimientos, las fuerzas le abandonan. Vamos a ver este increíble evento que sobrepasa nuestra comprensión y es difícil de describir. Temblaron los fundamentos de la tierra y un miedo terrible se apoderó de los que estaban allí cuando su Creador y Dios fue aplastado bajo el peso de la cruz y se dejó conducir a la muerte por amor a toda la humanidad» (Liturgia caldea). Señor Jesús, levántanos de nuestras caídas, reconduce nuestro espíritu extraviado a tu Verdad. No permitas que la razón humana, que tú has creado para ti, se conforme con las verdades parciales de la ciencia y de la tecnología sin intentar siquiera plantearse las preguntas fundamentales sobre el sentido y la existencia (cf. Carta ap. Porta fidei, 12). Concédenos, Señor, abrirnos a la acción de tu Santo Espíritu, de modo que nos conduzca a la plenitud de la verdad. Amén.
CUARTA ESTACIÓN
Jesús encuentra a su Madre
Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción, y a ti misma una espada te traspasará el alma, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones». Su madre conservaba todo esto en su corazón. Herido y sufriendo, llevando la cruz de todos los hombres, Jesús encuentra a su madre y, en su rostro, a toda la humanidad. María, Madre de Dios, ha sido la primera discípula del Maestro. Al acoger la palabra del ángel, ha encontrado por primera vez al Verbo encarnado y se ha convertido en templo del Dios vivo. Lo ha encontrado sin comprender cómo el Creador del cielo y de la tierra ha querido elegir a una joven, una criatura frágil, para encarnarse en este mundo. Lo ha encontrado en una búsqueda constante de su rostro, en el silencio del corazón y en la meditación de la Palabra. Creía ser ella quien lo buscaba, pero, en realidad, era él quien la buscaba a ella. Ahora, mientras lleva la cruz, la encuentra. Jesús sufre al ver a su madre afligida, y María viendo sufrir a su Hijo. Pero de este común sufrimiento nace la nueva humanidad. «Paz a ti. Te suplicamos, oh Santa llena de gloria, siempre Virgen, Madre de Dios, Madre de Cristo. Eleva nuestra oración a la presencia de tu amado Hijo para que perdone nuestros pecados» (Theotokion del Orologion copto, Al-Aghbia 37). Señor Jesús, también nosotros sentimos en nuestras familias los sufrimientos que los padres causan a sus hijos y éstos a sus padres. Señor, haz que en estos tiempos difíciles nuestras familias sean lugar de tu presencia, de modo que nuestros sufrimientos se transformen en alegría. Sé tú la fuerza de nuestras familias y haz que sean oasis de amor, paz y serenidad, a imagen de la Sagrada Familia de Nazaret. Amén.
QUINTA ESTACIÓN
El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús. El encuentro de Jesús con Simón de Cirene es un encuentro silencioso, una lección de vida: Dios no quiere el sufrimiento y no acepta el mal. Lo mismo vale para el ser humano. Pero el sufrimiento, acogido con fe, se trasforma en camino de salvación. Entonces lo aceptamos como Jesús, y ayudamos a llevarlo como Simón de Cirene. Señor Jesús, tú has hecho que el hombre tomara parte en llevar tu cruz. Nos has invitado a compartir tu sufrimiento. Simón de Cirene es uno de nosotros, y nos enseña a aceptar la cruz que encontramos en el camino de la vida. Señor, siguiendo tu ejemplo, también nosotros llevamos hoy la cruz del sufrimiento y de la enfermedad, pero la aceptamos porque tú estás con nosotros. Ésta nos puede encadenar a una silla, pero no impedirnos soñar; puede apagar la mirada, pero no herir la conciencia; puede dejar sordos los oídos, pero no impedirnos escuchar; atar la lengua, pero no apagar la sed de verdad. Puede adormecer el alma, pero no robar la libertad. Señor, queremos ser tus discípulos para llevar tu cruz todos los días; la llevaremos con alegría y con esperanza para que tú la lleves con nosotros, porque tú has alcanzado para nosotros el triunfo sobre la muerte. Te damos gracias, Señor, por cada persona enferma y que sufre, que sabe ser testigo de tu amor, y por cada «Simón de Cirene» que pones en nuestro camino. Amén.
SEXTA ESTACIÓN
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación. La Verónica te ha buscado en medio de la gente. Te ha buscado, y al final te ha encontrado. Mientras tu dolor llegaba al extremo, ha querido aliviarlo enjugándote el rostro con un paño. Un pequeño gesto, que expresaba todo su amor por ti y toda su fe en ti, y que ha quedado impreso en la memoria de nuestra tradición cristiana. Señor Jesús, buscamos tu rostro. La Verónica nos recuerda que tú estás presente en cada persona que sufre y que se dirige al Gólgota. Señor, haz que te encontremos en los pobres, en tus hermanos pequeños, para enjugar las lágrimas de los que lloran, hacernos cargo de los que sufren y sostener a los débiles. Señor, tú nos enseñas que una persona herida y olvidada no pierde ni su valor ni su dignidad, y que permanece como signo de tu presencia oculta en el mundo. Ayúdanos a lavar de su rostro las marcas de la pobreza y la injusticia, de modo que tu imagen se revele y resplandezca en ella. Oremos por todos los que buscan tu rostro y lo encuentran en quienes no tienen hogar, en los pobres, en los niños expuestos a la violencia y a la explotación. Amén.
SÉPTIMA ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez
Al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza. Pero tú, Señor, no te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre. Jesús está solo bajo el peso interior y exterior de la cruz. En la caída es cuando el peso del mal se hace demasiado grande, y parece que no hay límite para la injusticia y la violencia. Pero él se levanta de nuevo apoyándose en la confianza que tiene en su Padre. Frente a los hombres que lo han abandonado a su suerte, la fuerza del Espíritu lo levanta; lo une completamente a la voluntad del Padre, la del amor que todo lo puede. Señor Jesús, en tu segunda caída reconocemos tantas situaciones nuestras que parecen no tener salida. Entre ellas, las causadas por los prejuicios y el odio, que endurece nuestro corazón y lleva a conflictos religiosos. Ilumina nuestras conciencias para que reconozcamos que, a pesar de «las divergencias humanas y religiosas», «un destello de verdad ilumina a todos los hombres», llamados a caminar juntos – respetando la libertad religiosa – hacia la verdad que sólo está en Dios. Así, las distintas religiones podrán «unir sus esfuerzos para servir al bien común y contribuir al desarrollo de cada persona y a la construcción de la sociedad» (Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 27-28). Ven, Espíritu Santo, a consolar y fortalecer a los cristianos, en particular a los de Oriente Medio, de modo que unidos a Cristo sean testigos de su amor universal en una tierra lacerada por la injusticia y los conflictos. Amén.
OCTAVA ESTACIÓN
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén que lloran por él
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos». En el camino hacia el Calvario, el Señor encuentra a las mujeres de Jerusalén. Ellas lloran por el sufrimiento del Señor como si se tratase de un sufrimiento sin esperanza. Sólo ven en el madero de la cruz un signo de maldición (cf. Dt 21,23), mientras que el Señor lo ha querido como medio de Redención y de Salvación. En la Pasión y Crucifixión, Jesús da su vida en rescate por muchos. Así dio alivio a los oprimidos bajo el yugo y consuelo a los afligidos. Enjugó las lágrimas de las mujeres de Jerusalén y abrió sus ojos a la verdad pascual. Nuestro mundo está lleno de madres afligidas, de mujeres heridas en su dignidad, violentadas por las discriminaciones, la injusticia y el sufrimiento (cf. Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 60). Oh Cristo sufriente, sé su paz y el bálsamo de sus heridas. Señor Jesús, con tu encarnación en María «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42), has elevado la dignidad de toda mujer. Con la Encarnación has unificado el género humano (cf. Ga 3,26-28). Señor, que el deseo de nuestro corazón sea el de encontrarnos contigo. Que nuestro camino lleno de sufrimiento sea siempre un itinerario de esperanza, contigo y hacia ti, que eres el refugio de nuestra vida y nuestra Salvación. Amén.
NOVENA ESTACIÓN
Jesús cae por tercera vez bajo el peso de la cruz
Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. Por tercera vez, Jesús cae bajo la cruz cargado con nuestros pecados, y por tercera vez intenta alzarse con todas las fuerzas que le quedan, para proseguir el camino hacia el Gólgota, evitando dejarse aplastar y sucumbir a la tentación. Desde su encarnación, Jesús lleva la cruz del sufrimiento humano y del pecado. Ha asumido la naturaleza humana de forma plena y para siempre, mostrando a los hombres que la victoria es posible y que el camino de la filiación divina está abierto. Señor Jesús, la Iglesia, nacida de tu costado abierto, está oprimida bajo la cruz de las divisiones que alejan a los cristianos unos de otros y de la unidad que tú quisiste para ellos; se han desviado de tu deseo de «que todos sean uno» (Jn 17,21), como tú y el Padre. Esta cruz grava con todo su peso sobre sus vidas y su testimonio común. Frente a las divisiones a las que nos enfrentamos, concédenos, Señor, la sabiduría y la humildad, para levantarnos y avanzar por el camino de la unidad, en la verdad y el amor, sin sucumbir a la tentación de recurrir sólo a los criterios que nacen de intereses personales o sectarios (cf. Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 11). Concédenos renunciar a la mentalidad de división «para no hacer ineficaz la cruz de Cristo» (1Co 1,17b). Amén.
DÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es despojado de sus vestiduras
Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. En la plenitud de los tiempos, Señor Jesús, has revestido nuestra humanidad; tú, de quien se dice: «La orla de su manto llenaba el templo» (Is 6,1); ahora, caminas entre nosotros, y los que tocan la orla de tus vestidos quedan curados. Pero has sido despojado también de este vestido, Señor. Te hemos robado el manto, y tú nos has dado también la túnica (cf. Mt 5,40). Has permitido que el velo de tu carne se rasgase para que fuésemos admitidos de nuevo a la presencia del Padre (cf. Hb 10,19-20). Creíamos poder realizarnos nosotros mismos, independientemente de ti (cf. Gn 3,4-7). Nos hemos encontrado desnudos, pero tu amor infinito nos ha revestido de la dignidad de hijos e hijas de Dios y de tu gracia santificante. Concede, Señor, a los hijos de las Iglesias orientales – despojados por diversas dificultades, a veces incluso por la persecución, y debilitados por la emigración – el valor de permanecer en sus países para anunciar la Buena Noticia. Oh Jesús, Hijo del hombre, que te has despojado para revelarnos la nueva criatura resucitada de entre los muertos, arranca en nosotros el velo que nos separa de Dios, y entreteje en nosotros tu presencia divina. Concédenos vencer el miedo frente a los sucesos de la vida que nos despojan y nos dejan desnudos, y revestirnos del hombre nuevo de nuestro bautismo, para anunciar la Buena Noticia, proclamando que eres el único Dios verdadero, que guía la historia. Amén.
UNDÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es clavado en la cruz
Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos». He aquí el Mesías esperado, colgado en el madero de la cruz entre dos malhechores. Las manos que han bendecido a la humanidad están traspasadas. Los pies que han pisado nuestra tierra para anunciar la Buena Noticia cuelgan entre el cielo y la tierra. Los ojos llenos de amor que, con una mirada, han sanado a los enfermos y perdonado nuestros pecados ahora sólo miran al cielo. Señor Jesús, tú has sido crucificado por nuestras culpas. Tú suplicas al Padre e intercedes por la humanidad. Cada golpe del martillo resuena como un latido de tu corazón inmolado. Qué hermosos en el monte Calvario los pies de quien anuncia la Buena Noticia de la Salvación. Tu amor, Jesús, ha llenado el universo. Tus manos atravesadas son nuestro refugio en la angustia. Nos acogen cada vez que el abismo del pecado nos amenaza y encontramos en tus llagas la salud y el perdón. Oh Jesús, te pedimos por todos los jóvenes que están oprimidos por la desesperación, por los jóvenes víctimas de la droga, las sectas y las perversiones. Líbralos de su esclavitud. Que levanten los ojos y acojan el Amor. Que descubran la felicidad en ti, y sálvalos tú, Salvador nuestro. Amén.
DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús muere en la cruz
Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró. Desde lo alto de la cruz, un grito: grito de abandono en el momento de la muerte, grito de confianza en medio del sufrimiento, grito del alumbramiento de una vida nueva. Colgado del Árbol de la Vida, entregas el espíritu en manos del Padre, haciendo brotar la vida en abundancia y modelando la nueva criatura. También nosotros afrontamos hoy los desafíos de este mundo: sentimos que las olas de las preocupaciones nos sumergen y hacen vacilar nuestra confianza. Concédenos, Señor, la fuerza de saber en nuestro interior que ninguna muerte nos vencerá, hasta que reposemos entre tus manos que nos han formado y nos acompañan. Y que cada uno de nosotros pueda exclamar: «Ayer, estaba crucificado con Cristo, hoy, soy glorificado con él. Ayer, estaba muerto con él, hoy, estoy vivo con él. Ayer, fui sepultado con él, hoy, he resucitado con él». (Gregorio Nacianceno). En las tinieblas de nuestras noches, nosotros te contemplamos. Enséñanos a dirigirnos hacia el Altísimo, tu Padre celestial. Hoy oramos para que todos aquellos que promueven el aborto tomen conciencia de que el amor sólo puede ser fuente de vida. También por los defensores de la eutanasia y por aquellos que promueven técnicas y procedimientos que ponen en peligro la vida humana. Abre sus corazones, para que te conozcan en la verdad, para que se comprometan en la edificación de la civilización de la vida y del amor. Amén.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Señor Jesús, aquellos que te aman permanecen junto a ti y conservan la fe. Su fe no decae en la hora de la agonía y de la muerte, cuando el mundo cree que el mal triunfa y que la voz de la verdad y del amor, de la justicia y de la paz calla. Oh María, entre tus manos nosotros ponemos nuestra tierra. «Qué triste es ver a esta tierra bendita sufrir en sus hijos, que se desgarran con saña y mueren» (Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 8). Parece como si nada pudiera suprimir el mal, el terrorismo, el homicidio y el odio. «Ante la cruz sobre la que tu hijo extendió sus manos inmaculadas por nuestra salvación, oh Virgen, nos postramos en este día: concédenos la paz» (Liturgia bizantina). Oremos por las víctimas de las guerras y la violencia que devastan en nuestro tiempo varios países de Oriente Medio, así como otras partes del mundo. Oremos para que los refugiados y los emigrantes forzosos puedan volver lo antes posible a sus casas y sus tierras. Haz, Señor, que la sangre de las víctimas inocentes sea semilla de un nuevo Oriente más fraterno, pacífico y justo, y que este Oriente recupere el esplendor de su vocación de ser cuna de la civilización y de los valores espirituales y humanos. Estrella de Oriente, indícanos la venida del Alba. Amén.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Jesús es colocado en el sepulcro
Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Nicodemo recibe el cuerpo de Cristo, se hace cargo de él y lo pone en el sepulcro, en un jardín que recuerda el de la creación. Jesús se deja enterrar como se dejó crucificar, con el mismo abandono, completamente «entregado» en las manos de los hombres y «perfectamente unido» a ellos «hasta el sueño bajo la lápida de la tumba» (S. Gregorio de Narek). Aceptar las dificultades, los sucesos dolorosos, la muerte, exige una esperanza firme, una fe viva. La piedra puesta a la entrada de la tumba será removida y una nueva vida surgirá. En efecto, «por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,4). Hemos recibido la libertad de los hijos de Dios para no volver a la esclavitud; se nos ha dado la vida en abundancia, no podemos conformarnos ya con una vida carente de belleza y significado. Señor Jesús, haz de nosotros hijos de la luz que no temen las tinieblas. Te pedimos hoy por todos los que buscan el sentido de la vida y por los que han perdido la esperanza, para que crean en tu victoria sobre el pecado y la muerte. Amén. |
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Equipo Soplo
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Movimiento Soledad Mariana
"Soledad Mariana" es un Movimiento de espiritualidad mariana y contemplativa, fundado en la Argentina en 1973, por el monje trapense Bernardo Olivera, actual Abad del Monasterio Nuestra Señora de los Ángeles de Azul, provincia de Buenos Aires.