"Se acercaba la Pascua de los Judìos"
(Jn. 2, 13)
Es en nuestra Pascua donde el episodio de Jesús en el templo alcanza su total comprensión.
En el misterio de la encarnación Dios unió definitivamente al hombre consigo.
El decálogo (Primera Lectura - Ex. 20, 1-17) que establece separadamente los deberes para con Dios y por otro lado para con el hombre, se halla por la novedad evangélica, reducido a la indisoluble unidad del amor a Dios y al prójimo.
No hay nada humano que a Dios no le sea propio: "Tuve hambre y me diste de comer..." (Mt. 25).
El cumplimiento de los mandamientos pone un perfecto orden de relación con Dios y con los otros, siempre que exista la animación interior del amor, que le da verdad y sentido, y supera los límites fronterizos de la pura letra y su formalidad.
Por eso los verdaderos adoradores lo hacen "en espíritu y en verdad", en Dios mismo que es su propio templo.
En la reconstrucción del templo de Cristo, que es su propio cuerpo, acontecida al tercer día de su muerte por su resurrección, alcanza a la vez allí el hombre la plenitud de su dignificación.
Por el contrario, la gran profanación de Dios la padece en los seres vivos, los hombres, explotados y discriminados, que son sus hijos, verdaderos contenedores de su propia vida, templos del Espíritu Santo.
La Pascua no es un fenómeno milagroso, manifestación del poder omnipotente de Dios, ni encuentra lógica en la sabiduría humana. Es sólo la inexplicable locura de amor que hizo de la expresión más débil de Dios, su muerte en Cruz, la más perfecta definición de quién es Dios y quién es el hombre.
Acompañemos el anonadamiento del Verbo hecho "nada", con nuestro ayuno, penitencia y oración, y así podremos despertar del ser barro como semillas de eternidad, como vasos nuevos en manos del alfarero...
En el misterio de la encarnación Dios unió definitivamente al hombre consigo.
El decálogo (Primera Lectura - Ex. 20, 1-17) que establece separadamente los deberes para con Dios y por otro lado para con el hombre, se halla por la novedad evangélica, reducido a la indisoluble unidad del amor a Dios y al prójimo.
No hay nada humano que a Dios no le sea propio: "Tuve hambre y me diste de comer..." (Mt. 25).
El cumplimiento de los mandamientos pone un perfecto orden de relación con Dios y con los otros, siempre que exista la animación interior del amor, que le da verdad y sentido, y supera los límites fronterizos de la pura letra y su formalidad.
Por eso los verdaderos adoradores lo hacen "en espíritu y en verdad", en Dios mismo que es su propio templo.
En la reconstrucción del templo de Cristo, que es su propio cuerpo, acontecida al tercer día de su muerte por su resurrección, alcanza a la vez allí el hombre la plenitud de su dignificación.
Por el contrario, la gran profanación de Dios la padece en los seres vivos, los hombres, explotados y discriminados, que son sus hijos, verdaderos contenedores de su propia vida, templos del Espíritu Santo.
La Pascua no es un fenómeno milagroso, manifestación del poder omnipotente de Dios, ni encuentra lógica en la sabiduría humana. Es sólo la inexplicable locura de amor que hizo de la expresión más débil de Dios, su muerte en Cruz, la más perfecta definición de quién es Dios y quién es el hombre.
Acompañemos el anonadamiento del Verbo hecho "nada", con nuestro ayuno, penitencia y oración, y así podremos despertar del ser barro como semillas de eternidad, como vasos nuevos en manos del alfarero...
Pbro. Patricio Ocampo
Salta, Cuaresma 2009